Avenida 41

Capítulo
I

Un perro negro espera la luz verde sobre la avenida 41, a su lado: Yo. A mi lado: un oficinista de zapatos demasiado lustrosos. Una fría mañana de primavera, el cielo gris parece rasguñado; la luz, como fuego, escapa por las marcas de aquellas garras invisibles. El viento se pasea en mis ojos. Qué bien se está en este minuto rojo, esperando a que una luz decida que debemos caminar, entregarnos al mundo. A veces creo firmemente que todo es un accidente.

El verde. Es una lástima, se debe decidir.

Avanzo a un lado de todos, solo. El perro negro se adelanta, parece decirnos: ¡Oh vamos! ¡No necesitan ser todos iguales!

El oficinista de los zapatos demasiado lustrados se gira a la izquierda, hacia la parada del autobús. Lo miro de reojo: es borroso, tan temiblemente gris, sólo los zapatos brillan, se burlan de él y de mí. Lo dejo ahí porque voy tras del perro negro, tenemos asuntos que atender.

Entrando por la acera se escucha un coro improvisado: los ambulantes de la 41 que llegan a instalarse en sus calles. En esta parte de la ciudad venden de todo, ofertado de una particular y única manera. 

Una pareja de novios se miran con alegría, caminan delante de mí, ella lo toma de la mano, se alza sobre las puntas de sus pies; él sospecha un beso, se detienen y la abraza, forman una romántica glorieta, esquivada por el resto de los peatones.

El perro olfatea  un vaso de unicel tirado junto a una cabina de teléfono, me espera. Del otro lado, una señora de ceniza piel morena, hincada extiende el brazo derecho: pide dinero a la gente. Las personas prefieren mirar al perro, él, los ignora.

Al advertir mi cercanía el perro voltea, me mira, entiendo el mensaje de reclamo. Apresuro el paso, él va al frente.

Mientras andamos, en el camino aparecen personas, como piedras andantes: chicos que se tiran a los pies para limpiar los zapatos a cambio de una limosna. La señora con muñones en brazos y pies canta a todo pulmón. Es el paisaje más común y el más ignorado por todos. 

Hace días se anunció un aumento en el precio en los combustibles, muchas cosas encarecerán. Nos afecta a todos, aun así no nos miramos, preferimos la soledad colectiva. Tal vez,  si usáramos un espejo de frente,  la gente se animaría a sonreír. 

Un ladrido

Bien, entiendo. Tenemos un asunto que apremia sobre todos mis pensamientos: el café de chinos. Esta entre la 41 y la 22, en ese callejón oscuro, en la entrada hay  macetones con flores blancas. Se llama “Flor de loto”, en el sirven un excelente café con leche y los mejores bísquets con mermelada que hemos probado. Nuestra entrada no es la de los clientes, debemos usar la trasera, resguardada por enormes botes de basura, gatos y ratas.

Shen, el cocinero, nos hace señas, ahí está. 
Recostada dentro de una caja de frutas, duerme. Es blanca con lunares ocre; usa un collar lindo que refleja las luces de la cocina, un plato de leche a un lado, parece que no probó ni un poco. En la placa puedo leer: “Lorca”. 

El perro negro responde al llamado de Shen: ¡Bon!; Se acerca a Lorca, la toca con la nariz, no reacciona, mejor así. Tapo la caja, le doy las gracias a Shen, quien me entrega un paquete, lo guardo en la bolsa del pantalón, tomo la caja, Bon se adelanta y nos largamos de ahí, sin desayunar.

La 41 es una calle perfecta si se desea ser invisible, Bon y yo deseamos ser invisibles, ese es nuestro camino. Nadie nos mira, no reparan en la caja de frutas. Somos dos sombras más en este amanecer. 
Bon sabe hacerlo bien, anda de tal forma que no es visto, es tan bueno en eso que nunca lo han pisado ni pateado, es un artista de la invisibilidad. Yo, soy bueno, sí, pero aun así suelo sentir el toque accidental de las personas al pasar.  Detesto eso, quisiera no sentir su pulso, no recibir su aroma, sus miradas veladas. 

La 41 entonces se transforma en una muralla china, impenetrable pero larga, como una tortura. Tengo la sensación de que caminamos por el desierto del Sahara, la caja comienza a pesarme demasiado. Bon me mira, sus ojos me dicen que no lo eche a perder. Me esfuerzo por no decaer, apenas son unos metros pero los nervios me vuelven loco. Me detengo para respirar, saco la cabeza del mar de gente, se siente bien. Arriba, en la superficie, aire fresco, el sol me calienta la cara, lleno mis pulmones y me vuelvo a sumergir. Bon vuelve a mirar; Vamos tu eres el jefe, yo puedo decaer y sentir que me ahogo, pero tú no. 

Bien, seguimos, llegamos hasta el fin, la 41 acaba, o comienza, en un barrio sin árboles, con largos edificios que lo vuelven sombrío. 

Hemos llegado a casa.



Fotografía por Marcia Donato




http://jerrytreintas.blogspot.mx/2013/04/avenida-41.html?showComment=1365307287257

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