Corredora




Corrí tanto que se me hicieron hoyos en las rodillas.


Es verdad, la resonancia magnética lo rebela. No. No corrí maratones, ni carreras con causa. Solo corrí, porque no puedo dejar de hacerlo. A veces corro con calma, es extraño, pero es posible, también se puede correr cuando se sueña, cuando se duerme, cuando se esta sentado por nueve horas al día frente a una computadora llena de números.


Se puede correr en el mar, se puede correr cuando se corre.


No es ir de prisa a todos lados. No, mas bien es la forma en que uno hace las cosas, el cómo, la manera de vivir, y yo vivo así: corriendo.


Porque cuando uno corre uno se siente libre y yo nací para eso, para ser libre.


Se nace libre, uno sale de la panza materna para ser libre, pero luego viene la abuela con ideas antiguas y te encierran en un envoltorio de cobijas calentitas en pleno verano. Uno no puede mover los brazos, ni las piernas. Te aprietan tanto que las rodillas de bebé se te deforman y te quedan mal para toda la vida.


Apenas aprendes a caminar y ya corres.

Corres para que nadie te apriete nunca más.


Te vuelves claustrofóbica para que no se te olvide que lo tuyo es la libertad. Lo mío es la libertad.


Si corres se siente el aire en tu cara, eso es ser libre, entregarse al aire, al presente que es un tren hacia el futuro.


No puedo parar, aunque a veces me caigo, aunque a veces alguien me atrapa y me engaña, me dice que debo parar un poco, y de repente ya me tiene enredada en una cobija de amor, o de codependencia, de sueños ajenos, de frases hechas y de miedos.


No se puede correr cargando todo eso, entonces te atrapan como mosca en una telaraña. Es muy difícil safarse, pero un corredor nato tiene la fuerza necesaria para salir disparado justo cuando la araña te va a cortar la cabeza.


No se hace de forma consiente, solo siente pánico y pum, sales de ahí hacia vientos mejores.


El doctor que me atiende, de quien sospecho cierta secreta comprensión de mi perfil de corredora sin causa, me dio varias alternativas, ninguna incluye frenarme, encerrarme, sentarme ó enredarme en una cobija apretada.

La primera es que debo perder peso, se que habla del miedo ese que traigo encima, que debe pesar como 50 kilos. Tal vez este bien que además baje esos ocho kilos que la bascula marca en exceso, pero lo mas importante es perder el peso de aquel miedo secreto.


 Ese punto no es opcional, debo hacerlo y debo sumarle alguna estrategia más. Gil, mi doctor, que por cierto escucha música clásica mientras da consulta, tal vez para equilibrar los tronidos de huesos de sus pacientes, propone inyectarme mensualmente ambas rodillas con gelatina de frambuesa, porque esa es mi favorita.


Me gusta lo de la gelatina, pero la inyección no, así que plantea otro escenario; abrir mi piel, luego la carne, llegar al hueso, encontrar los hoyos y taparlos con una sustancia especial muy parecida a los malvaviscos de fresa, lo blancos no funcionan.



No esta tan mal, me encantan los malvaviscos de fresa, pero lo de abrir piel y carne me da nauseas. Gil, que es muy versátil, propone una última y arriesgada opción: romperme en pedazos las piernas e implantarme un par de patas de una avestruz fallecida por causas naturales. Lo miro con las cejas en alto. El seguro cubre esta opción, asegura el señor doctor, mientras señala un estuche refrigerante empotrado en la pared.


Suena algo de Bach a un volumen muy alto, más alto del normal. El martillo platinado luce muy bien, pero mejor cierro los ojos. Entonces corro, porque uno puede correr sin moverse, cierro los ojos, estoy en un desierto, tal vez la sabana, corro ligera, con zancadas larguisimas. Mientras, Bach cae constante como lluvia sobre mis piernas al mismo tiempo que el martillo en manos de Gil.


 





Comentarios

Entradas populares