Tormentas invisibles en un noche de viernes


El agua del vaso vibra, eso me distrae, el osito en el columpio de la pluma también me distrae. Quiero escribir algo profundo, sobre todo, porque siento que todo se olvida pronto. Me provoca cierto desasosiego la prisa que no nos lleva a nada en estos tiempos. Sueno como viejita y apenas tengo 35. Yo quisiera escribir algo potente, como aquella escena que vi la semana pasada. Aquel golpe que fue mirar un cadáver tendido en el suelo con las manos extendidas. Sorprendido por la muerte. Quisiera dejar este confort que me arrebata e ir en pos del arrebato que me de paz.  Pero todo me da miedo, me da miedo decirlo, bueno escribirlo, porque siento que morirá, siento que escribir es como matar. Volver la Vida una hilera de signos llamados palabras. Imagino que escribir es echar polvo de carbón activado sobre mi vida, y así revelar la estética de las huellas invisibles de lo vivido. Carbón activado, me gusta como suena. Pues teclear es soltar una nube de pigmento azul Prusia, como el día de mi fiesta de cumpleaños, yo pensando que era mágico, y todos los asistentes mentándome la madre, porque hasta en los calzones fue a parar el pigmento que reveló con elegancia aquello que no era visible: la humedad en la ropa interior. 

Leonard Cohen me dice que puede subir al ring por mi, le sonrío mientras me pongo un sombrero invisible que me cubre de la lluvia, invisible también, que cae dentro de mi casa, mies pies llueven. Hay cosas que nos rompen, cuando dormí a mi perrita Potche, me rompí,  mis pestañas granizan. Lo siento mucho Potche, nunca te lleve a la playa. Todos los perros deberían conocer el mar.

Me quito el sombrero, todo el techo me cae encima, derrumbe de agua invisible. El papel se moja, casi no veo porque el aire esta floreciendo, vomito mariposas amarillas que se rompen en la tormenta. Me repliego junto a una ola, le cuelgo el chaleco de protección civil y comienzo a contar: mil uno, mil dos, mil tres, mil cuatro...

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